
Estamos acostumbrados a revisar las últimas tendencias y analizar desde esa vereda cualquier asunto. En esta oportunidad quiero hablar de las marcas y su comunicación bajo una mirada diferente. Los quiero invitar a hacer un análisis como los hiciera alguien que poco sabía de marketing y publicidad, pero sí mucho de sentido común. Mi abuela, por tanto, como dijera ella: “al pan, pan y al vino, vino”. Los viejos no buscan embolinar la perdiz ni mucho menos andar chamullando; cantan las cosas claritas, aunque sea en medio de una comida familiar de domingo y sin importar que eso incomode a más de alguno.
En las agencias y en las empresas de comunicación estamos acostumbrados, en general, a buscar y rebuscar respuestas en los más complejos y extensos estudios de mercado, utilizando estrategias con modelos traídos de afuera o adoptando metodologías de trabajo con nombres en inglés para darle cierto caché. ¡Y ahí estamos! Encerrados en salas de reuniones buscando hacernos cargo de todo el exceso de información al que están expuestos nuestros consumidores, para darle forma a nuestras marcas de cara a los nuevos tiempos, buscando cuál es el “mejor valor” que podemos usar para construir y deconstruir nuestra marca, siempre pensando en que sea una bandera de batalla de largo aliento (no sea cosa que la gente se ponga susceptible a nuestro hallazgo y debamos volver a empezar).
Y en eso estamos todos desde nuestras distintas áreas de trabajo: Aferrándonos con garras y dientes a alguna acción más puntual que trascendental, que nos ayude a construir nuestros discursos, trabajando en bonitos y reveladores manifiestos de marca donde, sin decir mucho, decimos todo. Donde los valores de empuje, garra, fuerza, amor por lo que hacemos, ser especialistas y ser diferentes están a la orden del día. Donde les contamos a todos sobre lo accesible que es nuestra marca por tener una rampa que da a la calle, o mostramos a un hombre cocinando para hablar de roles de género; de la modelo con pecas que es capaz de sostener nuestro discurso body positive; la vaca lechera pastando feliz que nos hace cruelty free; dos hombres con un hijo en brazos nos posicionan como una marca inclusiva, o como nuestra increíble bolsa de papel nos hace una marca amigable con el medio ambiente.
Todos decimos lo mismo y hacemos lo mismo, estamos pendientes para seguir al líder de la categoría y ver cómo ha sorteado con este problema en los mercados extranjeros.
Si mi abuela estuviera y entendiera de publicidad sabría perfectamente que basta con que a una marca se le ocurra tirarse del puente para que todos la sigamos y mostremos en horario prime y con la mejor pauta de medios, nuestro gran y merecido costalazo.
Lo bueno es que, tras el costalazo, nos prepararía una leche asada, nos sentaría a la mesa y nos contaría la anécdota divertida relacionada con algún familiar y después de preguntarnos por qué nos tiramos del puente nos diría que no nos preocupemos del que dirán, sino que hagamos foco en lo que creemos realmente correcto y le echemos pa’ delante, siempre con respeto, siempre con prudencia y siendo uno mismo. Y en esa frase, que no es tan literal como la hubiese dicho mi abuela, es donde a mi parecer, está la clave.
Las marcas deben ser honestas; no es un secreto para nadie que sus discursos tienen fines comerciales, y no hay nada de malo en que así sea. Lo malo está en querer hacer pensar a los consumidores que nuestros valores han existido desde siempre, solo que se manifestaban de forma distinta. Este aspecto es claro, una marca debe asumir un propósito y un compromiso con la comunidad no solo porque las personas sean más exigentes, sino porque todos nos hemos vuelto más entendidos, sabemos que nuestra marca contamina, sabemos que durante años no contratamos a homosexuales, sabemos que no nos hacemos cargos de nuestros desechos, sabemos que abusamos de los estereotipos, que promovimos la desigualdad, etc. La pregunta es qué haremos realmente por eso y por qué lo haremos, un propósito invita a cambiar, exige un camino, un proceso de evolución. Es una decisión a largo plazo, pero que nos dará cimientos reales para construir comunicación honesta, pero por sobre todo para ser una marca honesta. La autenticidad es ser capaces de hacer y omitir dichos y acciones con total libertad y sin dejarse llevar. No sirve ser bueno a medias ni tratar de asimilar compromisos “hasta por ahí nomás”, ser auténticos implica adoptar valores de los cuales podemos y queremos hacernos cargo y para hacerlo hay que tomar decisiones desde el corazón de las compañías, desde su organización, sus materias primas, sus procesos, sus canales hasta llegar a su comunicación. Como decía mi abuela: No me diga que su casa está limpia sí se le sale e polvo por debajo del choapino. Es decir, maduremos realmente cómo marca, antes de salir a contarlo a todo el mundo.
Y es entendiendo esto que nos referiremos al más difícil de los aspectos y filtros de comunicación: La prudencia, entendiendo cómo prudencia la capacidad de empatizar con una situación en post de mi actuar. ¿Mi marca puede dar este discurso? ¿Tiene las credenciales? ¿Le corresponde, hay un nexo real entre ese tema y el reason to believe de mi producto o marca?
No olvidemos que el silencio también significa y en este tiempo de tanto cotorreo de las marcas es una acción que se valora.
Como diría Don Osvaldo, mi abuelo, la invitación “solo sería más clara con un vinito blanco”: menos cabeza y más corazón. Centrémonos realmente en entender nuestras marcas y desarrollar mensajes e ideas sensatas, que logren hacer un verdadero sentido en las personas, que sean parte del cambio, de esa manera las personas nos acompañarán en el proceso y nosotros, quienes trabajamos en esta industria, podremos volver a ser creadores de relatos y tendremos un rol importante y relevante en la construcción de marca, pudiendo abrazar de manera honesta la comunicación y reencantando a las personas.
Andrés Ortega, Director Creativo.